Cap. 1: Acecho (parte 2)
– Aquí está la respuesta.
El doctor Shimizu sacude en su mano un papel que acaba de arrancar de la impresora, mientras pasea sus penetrantes ojos por los de cada uno de sus colegas sentados alrededor de la mesa de reuniones.
– Doctor Ongawa –dice a uno de ellos–, usted fue prácticamente obligado a dar de alta a esta paciente, a pesar de que no mostraba signos de recuperación, ¿no es cierto?
– ¿Qué le hace pensar –replica el aludido– que no ha muerto también?
– Que no ha vuelto a internarse. He consultado con amigos míos en otros hospitales, sin que ninguno de ellos haya tratado a nadie con ese nombre.
– No me sorprende –comenta el doctor Ongawa–. Tendrían que haber visto a su marido, novio o lo que fuera. Seguro que era uno de esos fanáticos de los remedios de brujas. Apuesto que ahora está llorando ante su tumba. ¡Pobre chica! –concluye, negando con la cabeza.
A continuación, el doctor Shimizu deja en la mesa el expediente ique tiene en la mano. Como pensando en voz alta, dice:
– Me preocupa tanto el caso que he conseguido que una persona del ayuntamiento esté pendiente del registro de defunciones. Y nada. —Vuelve a concertrarse en los médicos del servicio de enfermedades infecciosas–. Insisto: Kaoru Mitsuki está viva. Fue la primera infectada, y por éso conoce su fuente. Quizá su novio conoce la cura, a fin de cuentas.
Vuelve a repasar a sus colegas.
– Hay que conseguir que la señorita Mitsuki se someta a las pruebas y saber cómo se ha curado. Hay que hacer que el Ministerio decrete la alerta de epidemia.
Otro médico sonríe, incrédulo.
– ¿Epidemia? No se ha demostrado que infectado alguno haya contagiado a nadie.
– Sin embargo –replica otro– todos fueron agredidos o desgarrados por una persona o un animal, fantasías a parte.
Suaves risas recorren la mesa. Todos recuerdan el cuento del enorme caniche o de la ardilla tan grande como un oso. Aunque no se dignaron a mencionar que los forenses confirmaron tal autoría, prescindiendo del tamaño.
* * *
– ... Y los apicultores están desconcertados por la muerte progresiva de sus abejas. ¿Qué extraña enfermedad está dejando nuestras tiendas sin miel, sin cera natural, sin ninguno de los productos que fabrican estos animales?
La curiosidad de la noticia hace que Gonza deje momentáneamente tranquilas la harina y las verduras que tiene literalmente entre manos, mientras en la pantalla del televisor aparece la imagen de una colmena, sin insectos revoloteando a su alrededor.
– No sabemos si se mueren –dice un apicultor a la cámara–. No hay cadáveres. Símplemente, desaparecen, como si se las llevara el viento.
Gonza recuerda que tiene miel para todo un año y deja de preocuparse. Seguro que para cuando vuelva a necesitar, el problema ya estará resuelto. Vuelve a concentrarse en la elaboración del tempura.
– La misteriosa plaga –continua el periodista de la tele– ha comenzado casi simultáneamente en distintos puntos del archipiélago, negando la posibilidad de un sólo foco. Entonces, ¿hay alguien extendiéndola deliberadamente?
Kaoru entra en la cocina y se dirige al armario de la vajilla.
– Espere, señora –le advierte Gonza–, los platos están ahí, al lado del fregadero, no he tenido tiempo de guardarlos esta tarde.
La joven los recoge y se dispone a llevarlos al comedor para la cena.
– Hemos llevado a algunos ejemplares al laboratorio –dice otro apicultor en la pantalla–, pero nos han asegurado que están sanos.
Un movimiento reflejo hace a Kaoru mirar la televisión. Y se queda ahí, pasmada. Pero se recupera pronto y continua con su tarea. El mayordomo se pregunta por qué, de repente, al verla a ella así, tiene la sensación de que ha aparecido un horror.
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