Cap. 2: Asedio (parte 4)
–¡Estúpida!
El doctor Shimizu tira su móvil sobre la mesa de su despacho, haciendo un ruído que a él mismo lo pilla desprevenido, y por un momento cree que puede haberlo estropeado. Espera que no.
Ayer, después de dejar la casa de los Saejima, estuvo llamándoles con insistencia para impedirlo, pero el teléfono debía estar descolgado. No ha ido a casa a dormir. Ha ordenado dejar a punto una ambulancia preparada para reanimaciones y se ha quedado toda la noche en urgencias, para enojo de los que trabajan allí. Nada.
Y ahora tampoco responden al teléfono. Pero, ¿en qué piensa esta gente?
Lee por enésima vez la nota de la señora Saejima. La ha interpretado mal, pobre chica. Ella quiere hacer lo correcto, pero no puede en presencia de su marido. Son casi las siete de la mañana, él debe haberse marchado ya, según la nota, y ella habrá empezado a atracarse de somníferos. ¿Es que no se le ha ocurrido nada menos peligroso?
No puede esperar a que llamen a urgencias, cada minuto tiene una importancia vital. Se dirige al aparcamiento de las ambulancias y ordena salir a la que ha reservado. Se presentará en casa de los Saejima y se la llevará antes de que entre en shock.
Al llegar, como sabe que el mayordomo no le dejará entrar, empieza a aporrear la puerta con un tubo de aluminio que ha encontrado en la ambulancia y a gritar su propio nombre y que la señora Saejima está en gran peligro. El confuso mayordomo es arrollado por él y por los dos chicos de la ambulancia con su camilla apenas abre la puerta.
–¿Dónde está la señora Saejima? –le urge el médico–. ¡Hable ya! ¿Quiere que muera?
–¡Claro que no, señor! Creo que está pintando.
El alarmado sirviente lidera la marcha hacia el piso superior y abre la puerta de la habitación, que está llena de cuadros y caballetes con sus pinturas, pero no hay nadie.
–¡Señora Kaoru! –grita el mayordomo.
Otra puerta se abre. La joven mujer, sudorosa y tambaleante, aparece en el umbral.
–Doctor...
El médico se precipita hacia ella y la ayuda a mantenerse en pie.
–Esto ha sido una estupidez, lo sabe, ¿verdad? –la riñe él.
El sirviente encuentra sobre la mesita la caja del somnífero y se lo muestra al médico.
–No entiendo por qué ella ha hecho ésto. Yo habría jurado que es una joven saludable física y mentalmente.
El doctor Shimizu toma la caja sin apenas mirarla y no responde. Entre ambos la acuestan en la camilla. Aún está consciente. Quizá ha tomado menos cápsulas de las que debería para poner en serio riesgo su vida. ¡Ojalá! Quizá habría suficiente con hacerla vomitar aquí mismo, antes de que el fármaco abandone su estómago, pero entonces no habría forma de sacarla a ella de la casa.
–¡Vámonos! –ordena a los chicos de la ambulancia.
–¡Un momento! –interviene el mayordomo–. Tiene que esperar a que regrese su marido.
El médico se enfrenta a él.
–Si no le hacemos enseguida un lavado de estómago pasará del estado de marido al de viudo. ¿Viene usted con ella?
–Tengo que esperar al señor para decírselo. ¿Dónde la llevan?
¿Es que esta gente no conoce el teléfono móvil? Mejor si no les acompaña, menos obstáculos.
–Al Hospital Central de Shinagawa.
Al doctor Shimizu ya no le preocupa que su marido se presente en el hospital. La nota que la mujer le ha pasado clandestinamente, y firmada por ella, también declara su voluntad de contribuir a la investigación médica en el caso de las personas infectadas por un agente desconocido. Una baza que él no piensa desaprovechar.
La presencia de la ambulancia junto a la puerta ha armado un gran revuelo entre los periodistas, que están llamando frenéticos al timbre. La salida de la camilla los deja mudos por unos breves momentos. Se concentran a su alrededor, y asaltan a la chica con micrófonos y pequeños aparatos de gravación al darse cuenta de que está consciente.
–¡Por favor, déjennos pasar, es una emergencia! –grita el médico a esos despiadados, a los que él mismo ha dado la carnaza.
De repente, una mano agarra su brazo. La joven tiene miedo. Por fin se ha dado cuenta de la gravedad de su situación.
–Protéjame de ellos... –dice ella, mirando con espanto a los periodistas.
–No le harán nada –le responde– sólo están curiosos.
–Usted no lo entiende. Me quieren a mí.
Entonces, el doctor advierte que cuatro o cinco periodistas, todos ellos juntos y serios, ni vociferan ni la acosan con sus micrófonos. Una contención anómala en este contexto. Seguro que ésto hace alucinar a la drogada mujer.
–No se preocupe. No permitiré que nadie le dañe. Se lo prometo.
La señora Saejima lo mira con fuerte excepticismo y parece querer discutir, pero de repente se dobla sobre sí misma y grita de dolor.
–¡Vámonos ya! –le grita al conductor de la ambulancia, mientras prepara el desfibrilador.
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